13.2 Transformaciones sociales. Crecimiento demográfico. De la sociedad estamental a la sociedad de clases. Génesis y desarrollo del movimiento obrero



Crecimiento de la población:

En España la población aumentó durante el XIX, creció más de un 50% pasando de 11 millones en 1800 a poco más de 18 en 1900. Sin embargo, comparado con el de las potencias europeas durante ese mismo período se puede considerar bastante modesto. Este crecimiento se concentra fundamentalmente en el segundo y tercer de siglo, ya que en el primero se produjeron la Guerra de Independencia y la Emancipación de las colonias, además crecieron más las regiones litorales e industriales (Cataluña y Vascongadas) que las regiones agrícolas del interior (Castilla y Extremadura) Otro rasgo característico fue el desplazamiento de población del campo a la ciudad. Si bien a principios de siglo apenas Madrid, Barcelona y Valencia rebasaban los 100.000 habitantes a finales de siglo varias se encontraban ya entre los 100.000 y 200.000.



El crecimiento demográfico se produjo a pesar de varios frenos:

• Guerras: Durante el siglo España sufrió la Guerra de Independencia, tres guerras carlistas, la Emancipación de las colonias, dos guerras en Cuba además de numerosos pronunciamientos, motines y revueltas.
• Epidemias y enfermedades: El cólera afectó al menos en cuatro ocasiones, además de la gripe y enfermedades como el paludismo o la tuberculosis, esta última afectaba especialmente a las ciudades.
• Mortalidad infantil: debido a las malas condiciones sanitarias la tasa de mortalidad infantil era de las más elevadas de Europa.
• Emigración: Especialmente en la segunda mitad de siglo. Ante la mala situación económica mucha población busco fortuna en las antiguas colonias americanas.

La nueva sociedad

La sociedad industrial supuso la aparición de grupos nuevos: empresarios, obreros, etc. Se caracterizó por la igualdad, al menos en teoría, y por la movilidad. La fortuna decidía el nivel social del individuo (sociedad de clases) y nobleza y clero perdieron sus privilegios.

La nobleza perdió influencia, se sentían poco inclinados a arriesgar sus fortunas en empresas industriales. Sostener con rentas agrarias un estilo de vida dispendioso llevó a algunas casas nobiliarias a la ruina, como a la familia de los Osuna, la mayor contribuyente al inicio del reinado de Isabel II. A pesar de ello, los nobles consiguieron pasar el siglo relativamente inmunes, fundamentalmente porque asumieron dos estrategias: el enlace matrimonial con las grandes familias burguesas y la alianza con los empresarios. En el terreno político los nobles siempre se mantuvieron próximos al trono, monopolizando cargos en el Palacio Real, ocupando puestos en el Senado o formando parte, sobre todo, de los primeros Gobiernos liberales. Además la Corona concedió de forma generosa títulos nobiliarios durante el siglo a hombres de empresa, como el marqués de Salamanca, militares Narváez (duque de la Torre), O´Donnell (duque de Tetuán), Prim (marqués de Castillejos), aunque nadie acumuló tantos títulos como Espartero (duque de la Victoria y príncipe de Vergara). En el terreno económico la nobleza entró en los consejos de administración de las empresas como presidentes o consejeros, más que por la aportación de capital debido a su cercanía las grandes esferas de decisión. En el terreno social la burguesía imitó los hábitos aristocráticos, a diferencia del resto de Europa.



El clero fue el grupo social que recibió la más fuerte embestida del régimen liberal. La eliminación de sus privilegios, especialmente en el campo económico con las sucesivas desamortizaciones privaron a la Iglesia de sus propiedades agrarias y la extinción del diezmo cerró otra fuente de financiación. A partir de 1840 el clero dependía de un presupuesto muchas veces insuficiente lo que hizo disminuir de forma notable al clero regular, monjas y frailes, no así tanto al clero secular, el que atendía catedrales y parroquias. En 1837 la Hacienda pagaba la manutención de 24.000 frailes, en 1854 se había reducido a unos 8.000. El bajo clero defendió el carlismo, especialmente en 1833-1840, por su parte la jerarquía se mostró hostil a cualquier avance hacia la tolerancia religiosa (1856), la libertad de cultos (1869) o la separación entre Iglesia y Estado (1873). Aún así, en las poblaciones pequeñas el clero mantenía un protagonismo del que carecía ya en las grandes ciudades.

El término burguesía englobaba desde empresarios a abogados, periodistas, etc. Pero fundamentalmente hace referencia en este periodo a hombre de negocios. Los burgueses obtuvieron beneficios diversificando sus actividades, banqueros como Remisa y O´Shea prestaban al Estado, Safont con la administración de servicios urbanos y suministros al ejército. Banqueros y administradores tuvieron en Madrid su centro de actividad. En Barcelona y Bilbao, las fortunas se debieron a inversiones en actividades industriales y comerciales.

Las clases medias estaban integradas fundamentalmente por una serie de profesionales liberales como los abogados, muchos de los cuales posteriormente hacían carrera política. Los periodistas como Fernández de los Ríos, liberal, o Escobar, conservador, que disfrutaron de una gran influencia. Con la extensión de la enseñanza, la cátedra, y por antonomasia la de universidad, se convirtió en otro puesto de relevancia social. Los funcionarios configuraron uno de los grupos más inestables, sobre todo con la figura del “cesante” cada vez que cambiaba el Gobierno. También hay que señalar a arquitectos como Arturo Soria o médicos el doctor Esquerdo o Jaime Vera.

En una sociedad agraria como la española del siglo XIX, el núcleo más amplio de la población estaba formado por campesinos. Los jornaleros representaban un amplio colectivo, con tasa de analfabetismo del 80% en Sevilla y del 78% en Cádiz. En las áreas urbanas existía un amplio artesanado lo que explica la debilidad del obrerismo español. Otros grupos de las clases populares eran los criados y dependientes, sobre todo los primeros, ya que las familias de clase alta disponían de un elevado número de servidores domésticos. Por su parte los dependientes del pequeño comercio tenían una categoría similar a la de los criados.

La vida cotidiana

Mientras el campo se mantenía como refugio de las tradiciones seculares, la vida en las ciudades cambió durante el siglo XIX. Los nuevos edificios emblemáticos eran ahora mercados, galerías, centros administrativos, estaciones de ferrocarril, etc. Y los ayuntamientos costearon obras como el abastecimiento de agua y el alcantarillado. Pero la vida cambió más con la electricidad, la energía de la Segunda Revolución industrial. En 1885 la electricidad empezó a emplearse en las fábricas de Barcelona y en la década del los 90 se electrificaron los tranvías de Madrid y Barcelona.



Los salones eran los centros de reunión de la nobleza y la nueva burguesía. Hubo salones de carácter artístico, como el del duque de Rivas, de carácter literario, como el de la condesa de Pardo Bazán, aunque en general eran lugares de ocio y diversión. Otro centro de la vida pública fueron los cafés, en la década de los 20 eran lugar de reunión de las Sociedades patrióticas, como la Fontana de Oro, más tarde fueron lugar de tertulia de los políticos, mientras las clases más bajas frecuentaban las tabernas.

Otros centros de ocio fueron el Casino, el Círculo de Bellas Artes, la Gran Peña o el Ateneo. La ópera se convirtió en lugar destacado como el Teatro Real o el Liceo de Barcelona.

Los primeros movimientos sociales

El limitado proceso de industrialización implicó que el número de obreros existentes en España fuese cuantitativamente menor que el de las sociedades más industrializadas. La mayoría se encontraba en Barcelona, aumentando en otros lugares como País Vasco, Valencia y Asturias.

Las primeras asociaciones con carácter sindical nacieron en Cataluña. Se convocaron reuniones y se eligieron representantes con el objetivo de negociar con los patronos. De este movimiento nació el primer sindicato de España, la Sociedad de Tejedores, fundada en Barcelona en 1840. El sindicalismo conoció un cierto desarrollo a lo largo de la década de los años 40. Estos primeros sindicatos eran federaciones que agrupaban a los trabajadores por oficios, además de su función reivindicativa para conseguir mejores condiciones laborales y salariales, funcionaban como Sociedades de Socorro Mutuo.



Se produjeron conflictos laborales en diversas ciudades españolas: Granada en 1839, Madrid 1842, Valencia 1843, las fábricas laneras de Béjar en 1856 y en 1857 en Alcoy y Antequera. Fue durante el Bienio Progresista (1854-1856) cuando tuvo lugar, en Barcelona, la primera huelga general. En julio de 1855, la introducción de unas nuevas máquinas hiladoras, las selfactinas, desató una huelga obrera con manifestaciones. La represión generó un movimiento de solidaridad, mientras algunos radicales asaltaron fábricas y destruyeron la maquinaria. La protesta fue de tal magnitud que el capitán general de Cataluña llegó a prohibir el uso de aquellas máquinas. Los patronos se negaron a cumplir la orden, pero se formó un comité paritario de patronos y obreros que llegó a un acuerdo sobre la base del aumento de los salarios.

Significó un salto cualitativo en la toma de conciencia del proletariado y marcó el inicio del sindicalismo de clase, a la vez que consolidó la huelga como instrumento más eficaz de defensa de las reivindicaciones obreras.

Fue también a partir del bienio progresista, después de que la nueva desamortización hizo pasar la mayoría de las antiguas tierras comunales a manos privadas, cuando las insurrecciones agrarias se convirtieron en una constante en el campo andaluz. Los levantamientos campesinos tomaron generalmente la forma de ocupaciones ilegales de tierras y de su reparto entre los jornaleros, incendio de los registros notariales de la propiedad y, a menudo, enfrentamiento con las fuerzas de orden público.

En 1855 tuvo lugar en Andalucía, Aragón y Castilla un fuerte movimiento de ocupación de tierras, en 1857 en Utrera y Arahal Y entre 1861 y 1867 se mantuvo en tensión la totalidad del campo andaluz. Seiscientos campesinos se alzaron en Loja, levantaron a cuarenta y tres pueblos de las provincias de Málaga, Granada, Almería y Jaén y formaron un ejército de 10.000 hombres armados y otros tantos sin armar. La falta de un verdadero respaldo político y el miedo a la radicalidad del movimiento acabaron por hacerle fracasar.

La llegada del internacionalismo

La revolución de septiembre de 1868 abrió un periodo que permitió que las fuerzas obreras pudiesen salir de la clandestinidad y actuar públicamente. Llegaron a España las ideas socialistas y anarquistas a la vez que se formaron los primeros núcleos vinculados a la Primera Internacional (Londres 1864)

La importación de las doctrinas socialistas a España se produjo a través de Cádiz, desde donde se difundió el pensamiento de algunos socialistas utópicos como Saint-Simon, Cabet y Fourier. La figura más notable del socialismo español del siglo XIX fue Joaquín Abreu, fourierista gaditano, que defendió la creación de falansterios. Desde Andalucía el socialismo llegó a Madrid, donde encontró en Fernando Garrido un incansable defensor del cooperativismo. También en Barcelona surgió un núcleo de saintsimonianos alrededor de Felipe Monlau y otro de cabetianos encabezados por Abdón Terradas y Narcís Monturiol.

Mayor penetración que el utopismo tuvo la difusión de las ideas democráticas, y en concreto del republicanismo federal, que encontró un amplio eco entre las clases medias y las masas obreras y campesinas más politizadas. Esta ideología defendía un programa centrado básicamente en la exigencia de un régimen republicano, la descentralización del Estado y un reformismo social que implicase una mejora de las condiciones laborales.

La Primera Internacional empezó a ser conocida en España a partir del viaje que aquí hizo Giuseppe Fanelli, enviado por el dirigente anarquista Bakunin, en octubre de 1868. Éste viajó a Madrid y Barcelona donde creó los primeros núcleos afiliados a la AIT. Fanelli, que era miembro de la anarquista Alianza Internacional de la Democracia Socialista, difundió los ideales bakuninistas como si fuesen los de la AIT. Así, los primeros afiliados españoles a la AIT pensaron que el programa de la Alianza (supresión del Estado, colectivización, apoliticismo, etc.) eran los principios de la Internacional, fenómeno que ayudó a la expansión y arraigo de las ideas anarquistas entre el proletario catalán y los campesinos andaluces.

En 1870 se celebró el Congreso de Barcelona, donde se fundó la Federación Regional Española de la AIT y se aprobó el recurso a la huelga como medio de acción y la necesidad de preparar al obrero para la revolución social, además del carácter apolítico del movimiento. La dirección de la sección española de la AIT quedó en manos de un congreso federal, con sede en Madrid y después en Alcoy. A mediados de 1869 se habían creado unos 195 sindicatos con 25.000 afiliados, en 1873 eran cerca de 40.000 en unas 200 asociaciones, con sede en Madrid, Valladolid, Carmona, Jerez, Málaga, Alcoy etc.

La difusión de las teorías marxistas en España vino de la mano de Paul Lafargue, yerno de Marx, que se instaló en Madrid en 1871. Impulsó un grupo de internacionalistas madrileños más favorables a las posiciones marxistas. El grupo estaba integrado por Francisco Mora, José Mesa y Pablo Iglesias, desarrollando, a través del periódico La Emancipación una campaña a favor de la necesidad de la conquista del poder político por la clase obrera. En 1872 se produjo la expulsión del grupo madrileño de la FRE y la creación de la Nueva Federación Madrileña, de carácter marxista.

El internacionalismo tuvo su momento álgido durante la Primera República cuando diversos grupos de anarquistas adoptaron una posición insurreccional con la esperanza de provocar la revolución y el derrumbe del Estado. A partir de 1874 el nuevo régimen de la Restauración la declaró ilegal, obligándola a organizarse en la clandestinidad.