Españoles: Cuando vuestros heroicos esfuerzos lograron poner término al cautiverio en que me retuvo la más inaudita perfidia, todo cuanto vi y escuché, apenas pisé el suelo patrio, se reunió para persuadirme que la nación deseaba ver resucitada su anterior forma de gobierno (...).
No se me ocultaba sin embargo que el progreso rápido de la civilización europea, la difusión universal de luces hasta entre las clases menos elevadas, la más frecuente comunicación entre los diferentes países del globo, los asombrosos acaecimientos reservados a la generación actual, habían suscitado ideas y deseos desconocidos a nuestros mayores, resultando nuevas e imperiosas necesidades; ni tampoco dejaba de conocer que era imposible dejar de amoldar a tales elementos las instituciones políticas, a fin de obtener aquella conveniente armonía entre los hombres y las leyes, en que estriban la estabilidad y el reposo de las sociedades.
Pero mientras yo meditaba maduramente con la solicitud propia de mi paternal corazón las variaciones de nuestro régimen fundamental, que parecían más adaptables al carácter nacional y al estado presente de las diversas porciones de la monarquía española, así como más análogas a la organización de los pueblos ilustrados, me habéis hecho entender vuestro anhelo de que se restableciese aquella Constitución que entre el estruendo de armas hostiles fue promulgada en Cádiz el año de 1812, al propio tiempo que con asombro del mundo combatíais por la libertad de la patria. He oído vuestros votos, y cual tierno padre he condescendido a lo que mis hijos reputan conducente a su felicidad. He jurado esa Constitución por la cual suspirabais, y seré siempre su más firme apoyo. Ya he tomado las medidas oportunas para la pronta convocación de las Cortes.
En ellas, reunido a vuestros representantes, me gozaré de concurrir a la grande obra de la prosperidad nacional.
(...) Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional; y mostrando a la Europa un modelo de sabiduría, orden y perfecta moderación en una crisis que en otras naciones ha sido acompañada de lágrimas y desgracias, hagamos admirar y reverenciar el nombre español, al mismo tiempo que labramos para siglos nuestra felicidad y nuestra gloria.
Palacio de Madrid, 10 de marzo de 1820
No se me ocultaba sin embargo que el progreso rápido de la civilización europea, la difusión universal de luces hasta entre las clases menos elevadas, la más frecuente comunicación entre los diferentes países del globo, los asombrosos acaecimientos reservados a la generación actual, habían suscitado ideas y deseos desconocidos a nuestros mayores, resultando nuevas e imperiosas necesidades; ni tampoco dejaba de conocer que era imposible dejar de amoldar a tales elementos las instituciones políticas, a fin de obtener aquella conveniente armonía entre los hombres y las leyes, en que estriban la estabilidad y el reposo de las sociedades.
Pero mientras yo meditaba maduramente con la solicitud propia de mi paternal corazón las variaciones de nuestro régimen fundamental, que parecían más adaptables al carácter nacional y al estado presente de las diversas porciones de la monarquía española, así como más análogas a la organización de los pueblos ilustrados, me habéis hecho entender vuestro anhelo de que se restableciese aquella Constitución que entre el estruendo de armas hostiles fue promulgada en Cádiz el año de 1812, al propio tiempo que con asombro del mundo combatíais por la libertad de la patria. He oído vuestros votos, y cual tierno padre he condescendido a lo que mis hijos reputan conducente a su felicidad. He jurado esa Constitución por la cual suspirabais, y seré siempre su más firme apoyo. Ya he tomado las medidas oportunas para la pronta convocación de las Cortes.
En ellas, reunido a vuestros representantes, me gozaré de concurrir a la grande obra de la prosperidad nacional.
(...) Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional; y mostrando a la Europa un modelo de sabiduría, orden y perfecta moderación en una crisis que en otras naciones ha sido acompañada de lágrimas y desgracias, hagamos admirar y reverenciar el nombre español, al mismo tiempo que labramos para siglos nuestra felicidad y nuestra gloria.
Palacio de Madrid, 10 de marzo de 1820
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