En 1914 el otomano era un imperio exhausto. Tres años de derrotas bélicas en los Balcanes y el norte de África hacían que pocos vieran con buenos ojos involucrarse en un nuevo conflicto. Sin embargo, la tendencia filogermana de algunos miembros del Gobierno y las presiones del káiser Guillermo II inclinaron la balanza: en otoño de ese año el imperio entraba en guerra tras haber cerrado los estrechos del Bósforo y los Dardanelos al tráfico marítimo, lo que impedía a Francia y Gran Bretaña suministrar armas a su aliada Rusia.