Tenía catorce años cuando fui con mi padre a ver «Lawrence de Arabia». Estábamos de paso en San Sebastián, y eran los tiempos de la sesión doble, así que, como aperitivo nos tragamos uno de esos spaghetti western que por entonces pretendían dar lustre internacional al cine patrio. No sé el título de la cinta, ni viene al caso, y de hecho solo recuerdo unas escenas de la misma. Bajo un sol de justicia, una patrulla del ejército yanqui perseguía a una partida de apaches que finalmente les daba esquinazo entre desérticas colinas. Tras los vertiginosos planos generales de la persecución, la cámara ofrecía detalles de los perseguidores. Ni una gota de sudor entre la densa polvareda, ni una arruga en los impolutos uniformes azules, en sus tersos pañuelos amarillos, ni un grano de arena en sus sombreros. El recién afeitado oficial mascullaba un «¡Malditos indios!» contra el grupo de extras almerienses con cinta en la cabeza y ahí se acaba mi memoria.
Aquella frase tópica quedó entre mi padre y yo como una contraseña ante lo cutre, y nos la soltábamos el uno al otro con una sonrisa irónica cada vez que se presentaba la ocasión.