Este artículo de 19 páginas de la Universidad de Montpellier sirve para entender la conquista musulmana de la Península ibérica, las principales características del Emirato y el Califato, así como la aparición de los primeros nucleos de resistencia cristiana.
Lo primero que debemos entender para comprender la existencia de estados musulmanes en la Península Ibérica durante unos 780 años es que la “conquista” de la península no atañía sólo a esta región como tal, sino que no era más que la consecuencia de una larga política de expansión en torno al Mar Mediterráneo que se había originado desde la creación misma del Estado musulmán e incluso antes de la muerte de Mahoma, el Profeta, en el año 632. Podemos suponer que el ideal de constituir un creciente fértil cuyos brazos saliesen del Oriente Medio, tenía como meta la identificación del Mediterráneo a un nuevo mare nostrum de confesión musulmana. Tal vez ello explique que tras la islamización de la mayor parte de las tribus de la península Arábiga, en tiempos del califa Umar Iero (634-644), la expansión se dirigiera hacia el Mediterráneo, es decir contra los límites meridionales del Imperio Romano de Oriente o Bizancio, conquistando pronto los territorios de Egipto y de Siria, donde iba a ser instalada, concretamente en Damasco, la capital del califato. Estos primeros éxitos conducen a los árabes hacia el este y logran desestabilizar por completo al Imperio Persa: sus dominios iban pronto a quedar ocupados por tropas árabes.
Muy rápidamente, la expansión por el Mediterráneo a través de las costas africanas se impuso como tercera vía, junto a la del nordeste que atravesaba el antiguo Imperio Persa y la del sureste que iba hacia la India. A pesar de su rapidez, dicha progresión no se realizó de manera regular y paulatina, sino por campañas puntuales que alternaban con episodios de calma durante los cuales las tribus de los conquistadores podían consolidar su nueva presencia en los territorios nuevamente conquistados, cuando no debían detener su avance para resolver conflictos internos.
Según los historiadores del Islam, este expansionismo que se asocia con el ŷihād o guerra santa se explica más por motivos políticos y económicos que por motivos meramente religiosos. Las conversiones masivas al Islam, ya en tiempos de Mahoma, supusieron para las tribus nómadas de Arabia la necesidad de practicar un expansionismo de subsistencia hacia provincias ricas, como Egipto o Siria, donde se pudieran llevar a cabo razzias y saqueos contra los no-musulmanes. De haber sido guiados por una causa religiosa estas tribus árabes hubieran practicado un proselitismo religioso que hubiese obligado a los pueblos conquistados a adoptar la fe musulmana. Ahora bien, la alternativa “o la espada o el Islam” sólo se presentó ante los pueblos considerados como “enemigos religiosos” del Islam, es decir los idólatras y politeístas. Para los adeptos de las religiones del Libro, es decir los judíos y los cristianos y cualquier otro pueblo monoteísta con una tradición escriturística, existía una posibilidad que fue la adoptada con mayor frecuencia en las conquistas. Tenían éstos el estatuto de dimmíes (“personas protegidas”), un grupo con autonomía interna, dentro de la comunidad nuevamente islamizada, bajo la protección de los musulmanes a los que, por esa razón, los dimmíes les debían pagar un tributo. Por lo tanto, se les alentaba a mantenerse en sus creencias pues la conversión hubiera implicado la imposibilidad de exigirles un tributo (los musulmanes estaban eximidos de dicho tributo) lo cual suponía una evidente pérdida de ingresos. Generalmente, se llegó incluso a respetar el gobierno local de los dimmíes anterior a la llegada de los musulmanes y su jefe –por ejemplo el obispo– era el encargado de recaudar los impuestos para los musulmanes y de velar por la paz y el orden dentro de la comunidad.
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