Ahí sigue, el tío. Aún no se ha vuelto un mercenario de la tiza, de esos
que entran en el aula como quien ficha donde ni le va ni le viene. Tal
vez porque todavía es joven, o porque es optimista, o porque tuvo un
profesor que alentó su amor por las letras y la Historia, cree que
siempre hay justos que merecen salvarse aunque llueva pedrisco rojo
sobre Sodoma. Por eso, cada día, pese a todo, sigue vistiéndose para ir a
sus clases de Geografía e Historia en el instituto con la misma
decisión con la que sus admirados héroes, los que descubrió en los
libros entre versos de la Ilíada, se ponían la broncínea loriga y el
tremolante casco, antes de pelear por una mujer o por una ciudad bajo
las murallas de Troya. Dicho en tres palabras: todavía tiene fe.
Aún no ha llegado a despreciarlos: sabe que la mayor parte son buenos
chicos, con ganas de agradar y de jugar. Tienen unas faltas de
ortografía y una pobreza de expresión oral y escrita estremecedoras, y
también una escalofriante falta de educación familiar. Sin embargo,
merecen que se luche por ellos. Está seguro de eso, aunque algunos sean
bárbaros rematados, aunque los padres hayan perdido todo respeto a los
profesores, a sus hijos y a sí mismos. «Voy a tener que plantearme
quitarle de su habitación la play-station y la tele», le comentaba una
madre hace pocas semanas. Dispuesta, al fin, tras decirle por enésima
vez que lo de su hijo estaba en un callejón sin salida, a plantearse el
asunto. La buena señora. Preocupada por su niño, claro. Desasosegada,
incluso. Faltaría más. La ejemplar ciudadana.
Pero, como digo, no los desprecia. Lo conmueven todavía sus expresiones
cada vez que les explica algo y comprenden, y se dan con el codo unos a
otros, y piden a los alborotadores que dejen al profesor acabar lo que
está contando. Lo hacen estremecerse de júbilo las miradas de
inteligencia que cambian entre ellos cuando algo, un hecho, un
personaje, llama de veras su atención. Entonces se vuelven lo que son
todavía: maravillosamente apasionados, generosos, ávidos de saber y de
transmitir lo que saben a los demás.
En ocasiones, claro, se le cae el alma a los pies. El «a ver qué hacemos
todo el día con él en casa», como única reacción de unos padres ante la
expulsión de su hijo por vandalismo. Por suerte, a él nunca se le ha
encarado un chico, ni amenazado con darle un par de hostias, ni se las
han dado, el alumno o los padres, como a otros compañeros. Tampoco ha
leído todavía el texto de la nueva ley de Educación, pero tiene la
certeza de que los alumnos que no abran un libro seguirán siendo
tratados exactamente igual que los que se esfuercen, a fin de que las
ministras correspondientes, o quien se tercie, puedan afirmar
imperturbables que lo del informe Pisa no tiene importancia, y que pese a
los alarmistas y a los agoreros, los escolares españoles saben hacer
perfectamente la O con un canuto. Mucho mejor, incluso, que los
desgraciados de Portugal y Grecia, que están todavía peor. Etcétera.
Y sin embargo, cuando siente la tentación de presentarse en el
ministerio o en la consejería correspondiente con una escopeta y una
caja de postas –«Hola, buenas, aquí les traigo una reforma educativa del
calibre doce»–, se consuela pensando en lo que sí consigue. Y entonces
recuerda la expresión de sus alumnos cuando les explica cómo Howard
Carter entró, emocionado, con una vela en la cámara funeraria de la
tumba de Tutankhamon; o cómo unos valientes monjes robaron a los chinos
el secreto de la seda; o cómo vendieron caras sus vidas los trescientos
espartanos de las Termópilas, fieles a su patria y a sus leyes; o cómo
un impresor alemán y un juego de letras móviles cambiaron la historia de
la Humanidad; o cómo unos baturros testarudos, con una bota de vino y
una guitarra, tuvieron en jaque a las puertas de su ciudad, peleando
casa por casa, al más grande e inmortal ejército que se paseó por el
suelo de Europa. Y así, después de contarles todo eso, de hacer que lo
relacionen con las películas que han visto, la música que escuchan y la
televisión que ven, considera una victoria cada vez que los oye discutir
entre ellos, desarrollar ideas, situaciones que él, con paciente
habilidad, como un cazador antiguo que arme su trampa con astucia
infinita, ha ido disponiendo a su paso. Entonces se siente bien,
orgulloso de su trabajo y de sus alumnos, y se mira en el espejo por la
noche, al lavarse los dientes, pensando que tal vez merezca la pena.